Las parábolas – El Rey que hizo cuentas con sus siervos (Mateo 18)
Parábola del Rey que hizo cuentas con sus siervos
Mateo 18:23 comienza diciendo: “el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos…” (vv. 23-35). Esta es una parábola sobre un Rey y dos siervos que debían diversas sumas de dinero. En ella, Jesús nos enseña a perdonar a los hermanos tal como Él nos perdona.
El Señor aprovechó una pregunta de Pedro para introducir la parábola:
“Se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mt. 18:21-22).
Esta pregunta es, a su vez, la continuación de las palabras del Señor en los versículos del 15-20.
En el v. 15 el Señor dice: “Si tu hermano peca contra ti…”; y en el 21, como hemos leído, Pedro pregunta: “¿Cuántas veces perdonaré al hermano que peque contra mí?”. Ambas porciones tratan de las dos perspectivas del perdón: del que peca (contra ti) y del que perdona (al que pecó contra mí); el que ofende y el ofendido.
En el primer caso vemos a un hermano que ha pecado contra otro (v. 15) – No nos dice el daño o la ofensa, pero sí los pasos que el Señor ha provisto para que sea restituido a la comunión tanto con ese hermano al que ofendió, como con la iglesia:
En primer lugar, si el hermano, al ser reprendido, te oye y se arrepiente (Lc. 17:3), el hermano es ganado (v.15). Caso cerrado. Este es el caso de un hermano que ha pecado contra otro hermano,o le ha ofendido, y al ser amonestado, se arrepiente y se reconcilia con él.
Pero, si no te oye, toma contigo a uno o dos testigos (v. 16).
Y, si persiste en desoír a los hermanos, díselo a la iglesia (v. 17).
Y si ni aun así oyere a la iglesia y se arrepintiere, tenlo por gentil y publicano (v. 17). La actitud de este hermano «obstinado» y duro de corazón conlleva una dura disciplina por parte de la iglesia.
En este caso, vemos que el Señor mismo le da a la iglesia la autoridad para que todo lo que ate y desate en la tierra sea atado y desatado en el cielo (v. 18), y más aún: “Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (vv. 19-20). Esto nos muestra que la iglesia, en esta tierra, tiene, en el nombre de Jesús, autoridad para decidir en estos casos, y está respaldada por la presencia del Señor.
Este ejemplo nos enseña que cuando pecamos contra un hermano debemos ser humildes, arrepentirnos y pedirle perdón, sin vacilar, antes de que nuestro corazón se endurezca y llegue a más.
En la siguiente porción, del v. 21 al 35, el Señor también nos muestra la actitud de los agraviados u ofendidos con aquellos que se han arrepentido y han pedido perdón.
Como veíamos antes, Pedro se adelanta y hace esta pregunta: “Señor, ¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?” (v. 21).
Pedro, como siempre, impetuoso, toma la iniciativa, y habiendo escuchado las palabras anteriores del Señor, pensando que él era muy magnánimo y «perdonador», o para impresionar al Señor, “se viene arriba”, y le dice: “¿Hasta siete?”. Quizás pensó: ¡esto es insuperable! Él usa este número, símbolo de perfección, para indicar su supuesto gran corazón.
Pero el Señor no sólo no lo alaba por ello, ni le da una palmadita en la espalda y le dice: ¡Vaya, Pedro, tú sí que eres bueno! No. Sino que le dice: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (v. 22). Esto es 490 veces. Aunque 7 es un número de perfección (y, por eso Pedro pensó que no se podía superar), el Señor lo subió a 70×7, es decir, la perfección de la perfección, 7 en su plenitud. Este no es solo un perdón humano sino que está basado en el perdón de Dios.
Entonces les cuenta la parábola de un rey y los dos siervos deudores: “El reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos”.
Hay que notar que este tema es un asunto del reino. Y el “hacer cuentas” también apunta al juicio ante el tribunal de Cristo cuando Él vuelva (2 Co. 5:10). Es importante ver que aquí la deuda no se relaciona con el pecado en nuestra vida pasada, como, por ejemplo, vemos en la parábola del acreedor y los dos deudores, en Lucas 7:36-50. Esta fue perdonada por el Señor cuando nos convertimos; sino que está en el marcó de nuestras ofensas actuales a Dios y a los hermanos, dentro de la vida de la iglesia, la vida del reino (v. 35). Aquí no se habla de la salvación, ni del Salvador, sino del reino y de un Rey.
La parábola nos dice que le fue presentado uno de sus siervos (que puedo ser yo): “Que le debía diez mil talentos” (v. 24).
A veces no soy consciente de cuánto ofendo al Señor y cuánto me perdona. Aun siendo creyentes, pecamos contra Él continuamente. Puede que no sea un «gran pecado», quizás sean “solo” pensamientos o actitudes que no le honran. Ofendemos al Señor en nuestro vivir, actuar, hablar, en lo que oímos, vemos, … el Espíritu es contristado, y, aun así, no siempre obedecemos a su voz y nos arrepentimos. Continuamente ofendemos al Señor. Pero, si venimos a Él arrepentidos y aplicamos Su sangre preciosa, Él nos perdona. En 1 Jn 1:9 dice: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Esto nos vuelve a la comunión con Él y unos con otros. ¡Cuánta misericordia tiene el Señor con nosotros!
Diariamente ofendo tantas veces al Señor, y la deuda se acumula. Nuestra deuda es de un valor incalculable.
Esta parábola dice que el primer siervo le debía al rey diez mil talentos (véase Mt. 25:15). Un talento equivalía a seis mil denarios (el salario equivalente a seis mil días de trabajo). Diez mil talentos serían sesenta millones de denarios. Sí, ¡Sesenta millones! Nadie sabe cómo llegó este siervo a contraer esta deuda con su rey, pero, está claro que era imposible saldarla.
En un principio, esta deuda, pecados, ofensas o agravios, no pasaron desapercibidos por el Señor, que aquí, como hemos dicho, no se retrata como el Hijo del hombre, el Salvador amoroso, sino como un Rey justo que viene a hacer cuentas con sus siervos. Él le reclamó la deuda a su siervo. No pensemos que el Señor va a echar la vista a otro lado ante nuestros pecados. Por eso, Si no venimos a Él arrepentidos ahora, lo tendremos que saldar en el siglo venidero. Pero, si hoy nos humillamos y nos postramos ante Él, por Su gran misericordia, Él perdona nuestra inmensa deuda.
“Aquel siervo, postrado, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. El señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda” (vv. 26-27).
¡Cuánta misericordia! ¡Qué Rey tenemos! Él es digno de todo nuestro amor y adoración.
Pero, ahora tenemos el segundo caso – la deuda del consiervo con el que había sido perdonado:
Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. 30 Mas él no quiso, sino fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda” (vv. 28-30).
Ahora viene un consiervo nuestro, hermano en el reino de los cielos, que solo nos ha hecho una pequeña «ofensa» por valor de “cien denarios” (cien denarios equivalían a unos tres meses de trabajo de un jornalero), y nosotros no tenemos un corazón capaz de perdonar. ¿Cuánto son cien denarios frente a los seis mil que nos perdonó nuestro rey? La diferencia entre esta suma y la del v. 28 es abismal. La deuda del ofensor es nada en comparación con lo que el Señor nos ha perdonado.
La Palabra nos muestra que, si el Rey nos ha perdonado esa gran suma, por su gran misericordia, cuánto más nosotros debemos perdonar, en base a ese perdón, a aquellos que nos ofenden, o han pecado contra nosotros. Si el Rey nos ha perdonado tanto, cuánto más nuestro corazón tiene que ser misericordioso y perdonar a nuestros hermanos, consiervos del Rey. No hablamos de incrédulos fuera del reino, sino de consiervos, que sirven a nuestro Rey.
Si no reconocemos nuestras propias debilidades y pecados, y no apreciamos el perdón del Señor, tampoco seremos sensibles a nuestros hermanos. Nuestro corazón tiene que ser el corazón del Señor.
Y, ¿qué sucede si no perdonamos al hermano? Nuestra actitud inmisericorde por causa de nuestra dureza de corazón entristecerá a los hermanos (v. 31), hará sufrir a la iglesia, y ¡cuidado!, que los mismos consiervos, pueden reaccionar y llevarnos ante el Rey quien nos pedirá cuentas (v. 32).
“Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. 33 ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? 34 Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía. 35 Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas (vv. 32-35).
Esto es muy serio. El Señor ajustó cuentas con Él y sufrió un duro castigo. Este ajuste de cuentas, como hemos dicho, nos lleva al tiempo en el que el Señor regrese y comparezcamos ante el tribunal de Cristo. Y, allí, como dice 1 Corintios: “La obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida” (3:15), y no solo no será recompensado con la gloria del reino venidero, en el Milenio, sino que será disciplinado duramente, bajo los “verdugos”, “hasta pagar todo lo que debía”. Esto no tiene que ver con la salvación de su alma sino con la recompensa y disfrute del reino en la época venidera.
Este capítulo nos muestra dos cosas básicas que tenemos que aprender, tanto en la vida de la iglesia como en nuestra vida humana, en la familia, en el matrimonio, etc. Por un lado, pedir perdón, y por otro, perdonar.
Si hemos pecado u ofendido, tanto al Señor, como al hermano, tenemos que venir y a él y decirle de corazón: “Me arrepiento, perdóname”. A veces, eso no es fácil. Hay quien nunca pide perdón. Pero, para ser perdonado hay que pedir antes perdón, una cosa va con la otra. El Señor mismo no nos perdona si no nos arrepentimos y le pedimos perdón con un corazón contrito. Si no fuera así, toda la humanidad sería salva sin más. Debemos aprender a pedir perdón (ya hemos visto, al principio, lo que le sucede al que no lo hace). Pero, al mismo tiempo, si ese hermano se arrepiente y pide perdón, sin importar la cuantía de la “deuda”, debemos perdonarle de corazón (el Señor también nos muestra las consecuencias de no hacerlo). Nuestro corazón tiene que estar igual de abierto para el hermano que el del Señor para nosotros.
Hay matrimonios, amigos, hermanos y hermanas en la vida de la iglesia, etc., que se separan porque “la deuda” se ha acumulado, y ninguno ha sido capaz de pedir perdón ni de perdonar. Pedir perdón y perdonar crea una situación muy saludable dentro de nuestras relaciones y sobre todo en la vida de la iglesia, la vida del reino.
No podemos evitar, a veces, ofender o ser ofendidos, incluso, en ocasiones, no somos conscientes de haber ofendido a alguien, pero, si lo soy, debo pedir perdón y aprender a perdonar. Tengo que venir al hermano y decirle: Perdona, hermano, me arrepiento, y el hermano por el otro lado, tendrá que abrir su corazón y perdonarme. ¡Gloria a Dios! Entonces, como dice el versículo 15: ¡Has ganado a tu hermano! Esto significa que hay una reconciliación plena con el hermano. Este es el camino para que haya un reino justo, en paz y unidad.
El resultado de esta reconciliación es una iglesia unida, fuerte contra las asechanzas del enemigo y que ora y lucha, no entre ellos mismos, sino por el propósito de Dios en esta tierra. Esto nos permite atar y desatar en la tierra como un solo hombre.
Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos (v. 19).
Si esos “dos de vosotros” están ofendidos entre ellos, el enemigo tiene una gran victoria. Pero si somos uno, no hay nada entre nosotros, hay paz, no hay división, y nos reunimos en el nombre del Señor, estando Él allí entre nosotros, el poder de la iglesia es muy grande, y podemos atar y desatar. Pero si estamos unos contra otros, nosotros mismos ya estamos atados, no tenemos poder. La fuerza viene cuando somos uno, congregados en el nombre glorioso de nuestro Señor, orando por Su voluntad. Esto manifiesta el reino de Dios en esta tierra, satisface al Rey y agrada al Padre celestial, que hará aquello que le pedimos.
R. Martínez